viernes, 29 de mayo de 2009

Primacía de la Constitución nacional sobre los tratados



1. Introducción En 1994, al reformarse la Constitución nacional, se estableció en el art. 75, inc. 22 que “los tratados y concordatos tienen jerarquía superior a las leyes”, luego de una votación de 207 votos contra 23 de la minoría.En rigor, por aquel entonces pocos supusieron que se había dado un pasotrascendente en una dirección seguramente indeseada y cuyo resultado fue, en modoindirecto y a la postre, acentuar la globalización. Precisamente el objeto de estetrabajo es demostrar la bondad de esta conclusión. 2. Los tratados internacionales. Un largo y meduloso debate provocó el tratamiento en el seno de la Convención al abordarse en el recinto este tema. Fueron muchos los oradores que se refirieron al mismo, centrándose fundamentalmente la cuestión en torno a garantizar la defensa de los derechos humanos en toda su dimensión, sin ninguna clase de cortapisas o valladares. Seguramente cansaríamos al lector –sin mayor provecho– si transcribiéramos las exposiciones, es por ello que nos abocaremos pura y exclusivamente a los dichos del convencional Hitters, por lo demás, procesalista de nota. En la oportunidad estableció cuál era la doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, señalando entre otros pareceres: “A partir de las normas constitucionales la Corte Suprema venía considerando en su jurisprudencia tradicional que la Constitución tiene supremacía sobre los tratados constitucionales y que éstos tienen igual jerarquía que las leyes federales, siendo por lo tanto pasibles de derogación por una ley federal posterior”. Recordando de paso que el Alto Tribunal ha dicho que ni el art. 31, ni el art. 100 de la Const. nacional atribuyen prioridad o prelación de uno sobre el otro, ya que ambas normas son calificadas como ley suprema de la Nación, agregando que no existe fundamento normativo para acordar prioridad o rango a ninguno. Sin embargo, acotemos que esta interpretación fue abandonada en los casos “Ekmekdjián” y “Fibraca”, dado que se consideró que el tratado internacional era un instrumento orgánicamente federal en el sentido de constituir un acto federal complejo, en cuya celebración participan los poderes Legislativo y Ejecutivo, por cuanto la derogación de un tratado internacional por una ley del Congreso violenta la distribución de competencias impuesta por la misma Constitución nacional, lo que constituiría un avance inconstitucional del Poder Legislativo sobre las atribuciones del Poder Ejecutivo. Además, recordemos que la Constitución al haber entrado en vigor en nuestro país la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados que incluye la obligación para el Estado nacional de abstenerse de invocar las disposiciones del derecho interno, como justificación del cumplimiento del tratado, con ello surgiría una clara obligación de asignar primacía al tratado ante un eventual conflicto con cualquier norma interna contraria. De allí que siguiendo el razonamiento de la Corte queda la duda de que si la primacía de los tratados internacionales comprende a la propia Constitución como en apariencia se desprende de la expresión “cualquier norma interna contraria”. En cierta forma esta duda fue despejada por la propia Corte, que un año después en el caso “Fibraca” ha señalado que la aplicación del art. 27 de la Convención de Viena impone a los órganos del Estado argentino asignarle superioridad al tratado internacional sobre el ordenamiento interno “una vez asegurados los principios de derecho público constitucionales”. Sin embargo, luego de la Segunda Guerra Mundial, con más de 50 millones de muertos y establecido un nuevo orden mundial con la creación de la Organización de las Naciones Unidas en 1945, tres años después, el 10 de diciembre de 1948 se adopta la Declaración Universal de los Derechos Humanos que junto con los pactos internacionales de los derechos civiles y políticos y de los derechos económicos sociales y culturales ratificados por nuestro país por la ley 23.313, constituyen el “código universal de los derechos humanos”, pasando a ser asunto de interés para todos los países. Juristas de nota, entre los que pueden mencionarse al italiano Mauro Capelletti, han definido este movimiento como “la dimensión trasnacional del derecho y la justicia”, por lo cual se aspira al respeto de las libertades humanas a un nivel metanacional a través de organismos y preceptos con vigencia a-espacial que vienen así a completar la dimensión constitucional del derecho y la justicia. Es por ello que el autor citado considera que el derecho trasnacional se rige como uno de los fenómenos más importantes de las postrimerías del siglo XX y que las normas locales creadas en principio para tener vigencia dentro de los Estados se fueron extendiendo, logrando operatividad más allá de las fronteras, en busca de alcanzar alguna vez el grado de la lex universalis, vale decir, operatividad a-espacial. En fin, una suerte de “paraguas protector”, un mínimo de derechos y garantías que acompañan al ser humano en cualquier lugar donde se encuentre. De allí en más los tratados internacionales vienen siendo considerados no sólo por los especialistas en derecho constitucional sino también por la prensa especializada como punto obligado de referencia y su aplicación es cada vez más frecuente cuando se trata de hacer justicia ante determinados casos de violaciones a los derechos humanos en algunos países donde el derecho interno se ha mostrado en principio impotente para condenar. Por ende, debemos entonces reconocer que su incorporación a la Constitución nacional fue todo un acierto, aún cuando la cuestión merezca las reservas que pasaremos a puntualizar. Precisamente fui uno de los convencionales que votaron en minoría, señalandopor aquellos días que llegando al extremo de sostener que la idea de soberanía ha cambiado y que ya no se trata del “poder absoluto y perpetuo de una República” como sostenía Bodin en el siglo XVI, sino de una potestad relativa cada vez más recortada y que confiere al Estado nacional competencia para autorregularse, empero no cabe duda de la preeminencia de la teoría dualista. El Poder Ejecutivo de la Nación debe concertar, firmar y aprobar, pero la ratificación corresponderá siempre al Poder Legislativo. Y si el tratado en cuestión vulnera algún derecho con rango constitucional, verbigracia, el derecho a la vida, al honor, a la libertad, a la promoción de la paz y del comercio, según señala el art. 27 de nuestra Constitución es evidente que no podrá ser ratificado. Para el dualismo hay dos órdenes jurídicos diferentes, el nacional y el internacional. Como el Estado nacional es soberano y no reconoce un derecho sobre sí superior, la Constitución está sobre el tratado, esto es que el derecho internacional se aplica en el Estado sólo en la medida que éste lo admita y reconozca. Debemos transitar por la posibilidad de la armonización cuando el derecho constitucional admite la existencia y validez del derecho internacional9, o bien como señala el art. 9° de la Constitución de Austria: las reglas generalmente reconocidas del derecho internacional tendrán validez como parte integrante del ordenamiento federal. En concreto, sostenemos que el tratado es superior a la ley pero inferior a la Constitución. Principios internacionales cada vez más fuertes como son: bonafide, pacta sun servanda, consuetudum sun servanda, no deben permitir que el constitucionalismo nacional ceda posiciones sobre el constitucionalismo supranacional. Y concluía diciendo: “estamos de acuerdo con la incorporación de los derechos humanos enunciados y con muchos otros implícitos que la contemporaneidad exige, pero nunca a costa de la soberanía de la República”. En rigor, lo que debe quedar claro es que la incorporación de los tratados internacionales nunca puede serlo afectando los principios liminares del país de neta raigambre constitucional, pues en el caso de así procederse, resulta evidente que se está derogando tácitamente el derecho patrio. Sin ir más lejos, recordemos que los Estados Unidos de América se han reservado siempre el derecho a incorporar determinados tratados y no todos los tratados internacionales, según convenga a sus intereses. 4. Las fuerzas que se oponen a la globalización A continuación desarrollamos como incide la llamada globalización en detrimento de los países en vías de desarrollo y como las naciones más débiles son víctimas de ella, aprovechándose, incluso, de la aplicación literal de los tratados con mengua del derecho interno autóctono. Cabe preguntarse cuáles son las fuerzas enemigas por antonomasia de la así llamada “globalización”. Muy pocas y podemos enumerarlas: las corrientes tradicionalistas, no fundamentalistas –valga la aclaración– centradas en la comunidad organizada, la religión, el concepto cristiano de la solidaridad y el Estado-Nación como eje ordenador. Dentro de toda la comunidad la globalización actúa como una fuerza centrífuga desarticuladora. En contraposición, el Estado-Nación cuando cumple sus funciones fundamentales debe operar como una fuerza centrípeta e integradora. Verificamos entonces que la ideología de la globalización no tolera ni puede convivir con las naciones ya que tiene como uno de sus objetivos primarios el de reemplazarlas. Más que atacar al “Estado-Nación” de manera frontal, la globalización debe corroerlo, debilitarlo y desarticularlo en forma gradual y secuencial. Es la desintegración controlada de los mismos. Luego sus impulsores pretenden reestructurar al mundo según sus cánones e intereses. Ya no se habla de un choque de naciones sino de civilizaciones, o sea de psicologías, tradiciones, ideales, sentimientos contrarios a la globalización, y hasta el surgimiento de Estados virtuales, centrados sobre el mercado en lugar del territorio. O sea, meras sedes del poder trasnacional. Ello implica que deberán generar un proceso gradual de desculturalización para romper los lazos que cada pueblo mantiene con su Patria, su historia, su territorio, su religión y sus valores. Éstos serán reemplazados por una seudo cultura universal estandarizada y globalizada. Desde esta óptica, todo nacionalismo sano y todo patriotismo viril serán vistos como algo fuera de lugar y “un peligro que debe ser combatido”. Para ello, será cuestión de etiquetar ese ataque con un eslogan conveniente y moralmente lícito, según la hipocresía que rige la alta política mundial. De ahí que todas las guerras hoy libradas “por la paz, la democracia, los derechos humanos y la libertad” respecto de cualquier país que se le oponga, automáticamente se convierte, al decir de sus panegiristas, en un “Estado-delincuente”. Este proceso mundial lo ordenan los países anglo-parlantes y no de manera pacífica, si se tiene en cuenta que desde fines de la Segunda Guerra Mundial, supuestamente librada para terminar “con la violencia autoritaria”, se han producido casi cien guerras, con más de cien millones de muertos, y la mayoría de ellas han tenido como actores directos o indirectos a la alianza anglo-norteamericana o a algunos de sus aliados incondicionales. De tal manera, convengamos que la globalización pretende estructurar al mundo según los cánones filosóficos, psicológicos y religiosos de los anglo-norteamericanos. La virulencia con que se persiguen estas metas, no escatima en el uso desmedido y brutal de sus muy poderosas fuerzas militares, según acabamos de comprobar con la guerra que Estados Unidos de América y Gran Bretaña libraron contra otras naciones, pueblos y etnias, como sucediera recientemente con Afganistán e Irak, y hace algunos años con la guerra de Malvinas. Está demás decir que todo esto implica la desarticulación de nuestra tradición hispano-parlante, católica y antiimperialista. Hoy vemos como se está quebrando la cultura vertebral de la Argentina, a través de una sutil e insidiosa invasión cultural impuesta por las fuerzas que motorizan a la globalización, las trasnacionales, los medios de difusión globales y las usinas de cerebros que han trastocado nuestra voluntad de independencia política y nacional. Si a ello agregamos la proliferación de las sectas del mismo origen, las iglesias electrónicas y otras lindezas de nuestro tiempo, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que desde esas usinas, se infiltra el virus letal para nuestra voluntad soberana. 5. Existencia de una relación impensada entre los tratados y la globalización. Pensamos que los tratados internacionales, incorporados al texto constitucional, sin las debidas salvedades, son vinculantes en los hechos con la globalización, pues al dejar de lado o al menos vulnerar siquiera parcialmente el derecho patrio interno, en cuanto se oponga a ellos están permitiendo que por ese camino se erosione patrias, etnias y fronteras y donde el derecho del más fuerte termina por imponerse a las pretensiones del mas débil, es decir, el sinalagma se resuelve siempre, inexorablemente, a favor de los que menos tienen, más pueden y más mandan en el planeta. Si conforme hemos visto la globalización termina por imponernos leyes económico- financieras y una moral light es evidente que tarde o temprano nuestro derecho interno quedará archivado en beneficio de los países poderosos, es decir, los del hemisferio norte. De allí que no debemos escandalizarnos al descubrir esta realidad, pues el derecho sirve en la medida que contempla el interés de los más débiles ante los poderosos. Caso contrario, se convierte en una ciencia abstracta, utilizada para justificar lo injustificable.

2 comentarios:

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  2. INTENTE LEERLO PERO ES MUY LARGO. FELICITACIONES POR TU BLOG!! CELE

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